Adjetivos
Se puso el sol. Tras el breve
crepúsculo vino tranquila y oscura la noche,
en cuyo negro seno murieron poco a poco los
últimos rumores de la tierra soñolienta, y
el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que
avanzaba la noche. Iba por angosta vereda,
de esas que sobre el césped traza el constante
pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas
vertientes se alzaban pintorescos grupos de
guinderos1, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de España.) Era
un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena
talla, ancho de espaldas, de ademanes, firme de andadura, basto
de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a
pesar de su regular obesidad, y (dígase de
una vez aunque sea prematuro) excelente
persona por doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores
acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su
fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso
bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear las zarzas cuando
extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa. Detúvose, y
mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en
la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese
buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.
-No puedo equivocarme -murmuró-. Me dijeron que atravesara el río por la
pasadera... así lo hice. Después que marchara adelante, siempre adelante. En
efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a quien yo llamaría
Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en sus calles y caminos... De
modo que por aquí, adelante, siempre adelante... (me gusta esta frase, y si yo
tuviera escudo no le pondría otra divisa) he de llegar a las famosas minas de
Socartes. Después de andar largo trecho, añadió: -Me he perdido, no hay duda de
que me he perdido... Aquí tienes, Teodoro Golfín, el resultado de tu adelante,
siempre adelante. Estos palurdos no conocen el valor de las palabras. O han
querido burlarse de ti, o ellos mismos ignoran dónde están las minas de
Socartes. Un gran establecimiento minero ha de anunciarse con edificios,
chimeneas, ruido de arrastres, resoplido de hornos, relincho de caballos,
trepidación de máquinas, y yo no veo, ni huelo, ni oigo nada... Parece que
estoy en un desierto... ¡qué soledad! Si yo creyera en brujas, pensaría que mi
destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a ellas...
¡Demonio!, ¿pero no hay gente en estos lugares?... Aún falta media hora para la
salida de la luna. ¡Ah!, bribona, tú tienes la culpa de mi extravío... Si al
menos pudiera conocer el sitio donde me encuentro... ¿Pero qué más da? (Al
decir esto, hizo un gesto propio del hombre esforzado que desprecia los
peligros). Golfín, tú que has dado la vuelta al mundo, ¿te acobardarás
ahora?... ¡Ah!, los aldeanos tenían razón: adelante, siempre adelante. La ley
universal de la locomoción no puede fallar en este momento. Y puesta
denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo
a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y se quebraban en
ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y confundirle más. Por grande que
fuera su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. Las veredas, que al
principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose; y al fin bajaron tanto,
que nuestro viajero hallose en un talud, por el cual sólo habría podido
descender echándose a rodar. -¡Bonita situación! -exclamó sonriendo y buscando
en su buen humor lenitivo a la enojosa contrariedad-. ¿En dónde estás, querido
Golfín? Esto parece un abismo. ¿Ves algo allá abajo? Nada, absolutamente nada...
pero el césped ha desaparecido, el terreno está removido. Todo es aquí
pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de hierro... Sin duda
estoy en las minas... pero ni alma viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido,
ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro que ladre... ¿Qué
haré?, hay por aquí una vereda que vuelve a subir. ¿Seguirela? ¿Desandaré lo
andado?... ¡Retroceder! ¡Qué absurdo! O yo dejo de ser quien soy, o llegaré
esta noche a las famosas minas de Socartes y abrazaré a mi querido hermano.
Adelante, siempre adelante. Dio un paso y hundiose en la frágil tierra
movediza. -¿Esas tenemos, señor planeta?... ¿Con que quiere usted tragarme?...
Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras
usted y yo... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece
esto el cráter de un volcán apagado... Hay que andar suavemente por tan
delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento para
echar un cigarro, esperando a que salga la luna. El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el
banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... sí,
indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor
dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se
prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se
apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera
apreciar su vibración postrera. -Vamos -dijo el viajero lleno de gozo-,
humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz
preciosísima. Me gusta la música popular de
este país... Ahora calla... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar... Ya,
ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase
que sale de las profundidades de la tierra y que el señor de Golfín, el hombre
más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los
silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la
casa... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja... La graciosa cantora
se va... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso. La voz, que durante breve rato
había regalado con encantadora música el oído del hombre extraviado, se iba
perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto
extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que
entretenía su soledad subterránea cantando tristes amores, se había asustado de
la brusca interrupción del hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la
tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.
-Esta es una situación divina -murmuró Golfín, considerando que no podía hacer
mejor cosa que dar lumbre a su cigarro-. No hay mal que cien años dure.
Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y a pie a las minas de
Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de un modo
irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante.» Moviose entonces
ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel
desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en
adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:
-Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas
de Socartes? No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y
después una voz de hombre, que dijo: -Choto, Choto, ven aquí. -¡Eh! -gritó el
viajero-. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas,
sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz! -¡Choto, Choto! Golfín vio
que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, después de gruñir
junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal punto y momento, el viajero
pudo distinguir una figura, un hombre, que inmóvil y sin expresión, cual muñeco
de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas más abajo de él, en una
vereda trasversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del
talud. Este sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la
atención de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó: -¡Gracias a
Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo
que tan cerca de mí existiera esta senda... Pero si es un camino... ¡Hola!,
amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?
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